lunes, 1 de marzo de 2010

LA SABIDURÍA RADICA EN EL PASADO



En el barrio La Tolita, en el sector de Guápulo, nunca anochece y la muerte parece que se ha ido de parranda, dicen las personas que habitan en este tradicional barrio de Quito. Asiento con la cabeza y me dirijo hacia mi lugar, una casa de adobe, adentró habita Don Juan Jesús Tituaña Viñan, que este 17 de mayo cumplirá 106 años de edad, su aspecto es fuerte. Me recibe con una sonrisa apacible y con su mano me señala un asiento que acomodaron para mi visita.
De a poco se amontonan los familiares e inundan el cuarto en que no encontramos. Disculpará, dice uno de sus hijos, es que papá tuvo ocho hijos y ya ve nosotros seguimos el mismo camino, ahora son 31 nietos, 30 bisnietos y siete tataranietos.
Don Juan Tituaña, nació en el año de 1903, oriundo de Píllaro, San Andrés, en la provincia del Tungurahua. En esos tiempos era difícil, cuentan sus hijos, mi madre (María Toapanta) se casó por obligación, mi padre siempre ha sido trabajador. Mientras conversamos la sonrisa no se despega de Don José, quien comienza a recordar esos días que tuvo que viajar a Quito, en pos de mejoras económicas.
Luego de llegar a Quito, en calidad de migrante, tuvo que trabajar duro para mantener a su hogar, lo hizo de cargador en el mercado de San Roque; en la Floresta realizó varias actividades, al mando de una señorita, su memoria lo engaña y el nombre lo ha perdido entre los rosales que adornan su cuarto.
Pese a realizar trabajos fuertes, Don Juan nunca se enfermó. En mi tiempo comíamos bien, asegura, tostado con chochos, grano de tierra, leche de vaca que comprábamos en un calé.
Se acerca su hija Piedad y me brinda un vaso de jugo, además, asevera, mi padre nunca se ha enfermado porque es bien madrugador, a las cuatro de la mañana sale a dar vueltas por alrededor de la casa y luego comienza a trabajar en la tierra.
Don Juan sustituye el trabajo en la tierra por el dolor que le causó la muerte de su esposa hace 22 años, a pesar de haberse casado a la fuerza la amó con un gran sentimiento, fue su compañera y madre de sus hijos.
Las palabras de Don Juan se quedan en mi memoria mientras el sol comienza a espabilarse por completo, me despido y en ese instante recuerdo un verso del poeta peruano José Santos Chocano: lejos estoy de ser lo que eres, así me encuentro ante este ser de 106 años que mas parece un niño por su dócil sonrisa.
Sigo mi trance por las calles de Guápulo, cuánta historia ronda por estos valles. Me encuentro en San Francisco de Miravalle, saludo a Don Francisco Saquinga Chicaiza. Me cuenta que es oriundo de Píllaro y que tiene ocho hijos, 40 nietos y 10 bisnietos. El sol se estremece y nos envía una sombra para poder entablar una conversación rica en sabiduría.
El secreto dice, mientras camina para coger el bus, para vivir bien está en el alimento: tostado en tiesto, chochos, granitos. El camino se hace largo pero en su rostro el cansancio no existe, baja de San Francisco de Miravalle hasta la parada por donde pasa el Guápulo, de paso va por la farmacia en busca de sus medicinas.
En mi juventud me dediqué a la cría, compra y venta de animales, acota, mientras se despide con abrazo y una sonrisa.
Guápulo tiene secretos escondidos en sus avenidas, su gente sabia alimenta a esta parroquia olvidada por muchos y recordada por los mismos. La Señora Rosa Aurora Pullikitin con un beso en la mejilla me da la bienvenida. Ella nació el 15 de octubre de 1915, en Salcedo y tiene una hija adoptiva.
Yo viví el terremoto del 45, recuerda, sus ojos se van convirtiendo en cristales donde se refleja el pasado, vivía en una ladera, cerca del Patate con mis animales, de pronto unas hondas trastornaron el cerro, se movía lentamente, me salve por gracia de Dios; pero eso sí, no me olvidaré, en medio del terreno había un señor con vacas y la tierra pasó, pero a él no le cubrió, para mi que fue ayuda de la virgencita.
El estadio de San Francisco de Miravalle se hizo gracias a la donación que ella hizo de su terreno. Así salgo de Guápulo, el cuerpo me pide agua, salgo en busca de la tienda primera que ingresé, la misma sonrisa me recibe. Una vez más el dicho popular se ha hecho presente: la sabiduría radica en el pasado.

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