miércoles, 22 de diciembre de 2010

EL AVIÓN DE GUERRA


A la tarde, luego de llegar del colegio, encendió, como de costumbre su computador e instaló, por medio del programador el nuevo juego que compró camino a casa, lo guardó en mis documentos. Icaro's Ice se llamaba su nuevo vicio que le acompañaría esa tarde.


Escoja enter o salir, eligió el primero, escoja el tipo de avión, se motivó por un militar, a Alberto desde pequeño le gustaban los aviones de guerra, soñaba con volarlos y destruir campos guerrilleros, pero estudiaba para graduarse del colegio fiscal y no podía pensar en grande.


El ordenador le pidió una clave, había puesto el de su equipo preferido, Manchester, luego un link le indicaba si jugaba él o la computadora, perturbado presionó con el mouse eléctrico dos ticks para él poder jugar. Se puso los lentes tridimensionales. Se vio dentro de un avión de guerra, qué buen juego adquirí, se decía, y por un buen precio.


Empezó el juego y veía la ciudad, su ciudad, debajo de él, sin entender aplastaba un botón que pedía viraje. Dio dos vueltas de contorno y su estómago se estremeció haciéndole saltar. Disfrutaba, toda su ciudad se presentaba ante él como una cucaracha.


Encendió una pantalla que había en el tablero del avión, a lo lejos veía montañas, edificios. Una radio le pedía los datos, por el contestador respondió; era como estar en un avión real, el aeropuerto, una operadora, era genial. La radio le llamaba coronel Alberto Zapata, conteste, era su nombre, increíble el juego. Si aló, el coronel Zapata del otro lado, con una sonrisa que invadía su cuerpo. Deme la clave de aterrizaje coronel, cuál clave si él no conocía ninguna, déjese de tonterías, mi clave es Manchester campeón, sonreía socarronamente mientras disfrutaba del juego, coronel esto no es juego, está a treinta...


No le había dejado de hablar a la voz que de la radio percibía y se dio la vuelta para ver si existía alguna batalla, algún guerrillero que matar. ¿Pero qué jugo era éste que conocía su nombre si solo el ordenador le había pedido su contraseña? ¿Cómo el juego conocía su ciudad?. Timorato, el nerviosismo cobraba vida en su mente.


Dejó el volante y sintió que el avión se precipitaba a tierra y un botón rojo alertaba con un sonido torrencial, alerta, alerta, alerta, avanzó el timón hacia arriba y el avión comenzó a subir, el botón rojo se había tranquilizado. Con el timón dio otra media vuelta y la voz de la radio otra vez comenzaba a resurgir pávido. AE4 a avión de práctica de guerra, déme su códice por favor. No contestaba porque no sabía que le pedía esa voz extraña.


Sintió por la ventana del avión a su ciudad. Cogió la radio y avizoró que se encontraba en Quito. La voz abruptamente contestó, a qué altura está volando, Alberto qué iba a saber, a lo mucho sabía multiplicar, estoy cerca del cielo, cerca de dios. La vos como sorprendida, coronel qué es lo que dice, a qué altura responda.


Cansado de este juego trató de sacarse los lentes tridimensionales, pero antes de realizar esa acción, divisó su barrio, la calle por la cual caminaba a su casa, sus árboles, al vecino correr al metro, recordó la llegada a su casa, su madre que le recibió con un beso en la mejilla preguntándole cómo le había ido en el colegio y a él sin importarle, solo por ir a jugar en la computadora, todo se borró en mar y viento, no vio nada más, un humo blanco se apoderó de la ciudad, apagó la radio y la pantalla, y, extrañamente observó su casa, el edificio que hace un par de años era su domicilio.


Se sacó abruptamente los lentes tridimensionales y se vio sentado frente al ordenador, un bullicio salvaje, parecido al romperse de un espejo contra el suelo sintió cercano. Lo había entendido y salió corriendo ante la sorpresa de su madre que en ese momento le pasaba el almuerzo, solo avanzó a decir corre mami, corre mami.


Las miradas de los vecinos lo catagolaban como loco, mientras un avión de guerra de la armada ecuatoriana se precipitaba contra un edificio en la Avenida González Suárez, destruyéndolo por completo, a las afueras del edificio, Alberto solo atinaba a decir, mi mami no pudo salir.


Por Cristian López
Del libro: El Silencio de las Golondrinas

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